Marbury vs. Madison es uno de esos casos siempre vigentes cuando se habla de autoritarismo y rechazo a la supremacía constitucional. Aunque surgió en el contexto político e institucional de Estados Unidos en el siglo XIX, su repercusión trasciende el tiempo y la geografía. Este fallo de la Corte Suprema norteamericana no solo resolvió una disputa entre actores políticos, sino que sentó las bases para la revisión constitucional, es decir, la capacidad del poder judicial de invalidar normas contrarias a la Constitución. Hoy, frente a la tentación de concentrar el poder, este antecedente sigue siendo una advertencia útil y necesaria sobre la importancia de los límites y la estructura de las democracias realmente constitucionales. Leer.
Al respecto, destacamos lo siguiente:
1. La afirmación de la supremacía constitucional fue la piedra angular del fallo. Marbury vs. Madison dejó en claro que ninguna ley, por muy aprobada que haya sido por el Congreso, puede tener más peso que la Constitución. Esto es clave porque desplaza el poder último del momento político a un marco legal más estable y menos manipulable, lo cual protege a las instituciones de los vaivenes del poder y garantiza que existan principios que nadie puede pisotear.
2. El reconocimiento del poder judicial como árbitro del orden constitucional transformó el papel de los jueces. De ser solo interpretes de la ley, pasaron a convertirse en defensores del marco constitucional. Esta función no hace que estén por encima de los otros poderes, pero sí les otorga la responsabilidad crucial de asegurar que las decisiones políticas se mantengan dentro del marco legal. Se trata de una forma institucional de decir que no todo lo aprobado por mayorías es legítimo si vulnera principios superiores.
3. El establecimiento del control difuso abrió la posibilidad de que no solo una Corte Suprema, sino cualquier juez, pueda rechazar la aplicación de una norma inconstitucional. Este principio descentraliza la defensa del orden jurídico y extiende, como mandato, la garantía de la supremacía constitucional. Implica confianza en la judicatura en todos sus niveles, y es una forma de asegurar que lo anterior no dependa únicamente de la decisión de unos pocos jueces, sino que pueda hacerse valer en todos los rincones del sistema judicial.
4. La idea de que ningún poder está por encima de la Constitución refuerza el carácter limitado y racional del gobierno. Este fallo establece que incluso las decisiones respaldadas por el voto o el mandato popular tienen que ajustarse a la ley suprema. Este punto es especialmente relevante en contextos donde se busca justificar el abuso o la arbitrariedad en nombre del pueblo. La legitimidad democrática es absolutamente incompatible con los límites y mandatos constitucionales; tanto que, depende de ellos.
5. La consolidación de la independencia judicial fue una de las consecuencias más poderosas del caso. La Corte, al asumir un rol decisivo frente al poder político, no solo se legitimó como institución, sino que inauguró una práctica que desde entonces ha sido clave en todas las democracias reales, en las que hay Estado de Derecho, los jueces aseguran el orden constitucional desde una instancia autónoma. No hay libertad posible si los jueces están sometidos a presiones del Ejecutivo o del Legislativo, porque entonces la ley y la constitución se convierten en un arma más del poder y no en su límite, como ha venido sucediendo, desde hace unos años, cada vez en más país, usar su Corte Constitucional como un arma política disfrazada de constitucionalidad y que no puede controlarse.
Lo que nos deja Marbury vs. Madison no es solo una doctrina jurídica, sino la idea constitucional y necesaria de que toda autoridad necesita ser controlada, en caso contrario seguramente hay un autoritarismo con fachada democrática. No se trata de desconfiar de quien gobierna por sistema, sino de entender que el poder necesita estructura, contención y vigilancia. Los límites legales no frenan la democracia, la hacen posible. Si el poder se mueve dentro de reglas que no puede romper a voluntad, entonces los ciudadanos pueden vivir sin miedo. En una sociedad abierta, no hay mayor seguridad que saber que los principios no cambian porque cambió el presidente. Esa certeza, más que cualquier promesa política, es la que preserva la libertad.

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